Detrás del velo blanco y naranja,
casi
transparente,
de esa mujer que cruza la calle,
en el viento pausado que lo
infla,
me llegan los olores del mercado
de telas y de especias.
En las calles más estrechas
del viejo Delhi,
donde cada cabeza carga
mercancías
para cien cabezas
y las mujeres veladas
conversan a gritos
o con los ojos.
Donde los bellos templos
olvidados,
umbrales de sueños rotos,
y sus leones de piedra
que parecen añorar el pan duro
tirado en la calle,
conviven con templos
de antiguas flores frescas
recien repintadas
y los niños cuentan una, dos,
tres, diez veces
los cinco centavos
para comprar un caramelo.
Donde un hombre se lava los
dientes
con el agua del arroyo callejero
mientras los perros a su lado
toman el sol sobre las banquetas
y sueñan algo amenazante
que los hace rugir dormidos
y finalmente los despierta.
Donde el vendedor de limones,
menta,
chiles y gengibre
se quita los zapatos
para leer las noticias del día
mientras una cabra suelta
lo mira con hambre evidente.
Ahí, en esas calles
de comercio y rito,
de sueños y realidades abruptas,
detrás de telas que cuelgan
como nubes coloridas,
como telones naturales del asombro,
sonríe sin sonreír
la novia que compra su
ajuar
seducida por vendedores
tenaces.
Entre esa sonrisa
y los pájaros de piedra
que comen bellísimas flores
y trinan sus silencios
centenarios
surge de pronto
un tramo de paz
que invita a detenerse
porque sí, por nada.
Un breve callejón rudimentario,
azul como un estrecho trozo de
cielo,
donde reposan
las bicicletas y la luz.
Y, más lentamente,
también mi mirada.
El callejón azul
del viejo Delhi
es como un templo sin templo
ni dioses,
un mandala sin intención
ni centro,
uno de esos accidentes
que regresan en sueños.
Sus puertas laterales
me conducen cada noche
y cada insomnio
a un sueño despierto diferente.
No sé muy bien por qué
pero el callejón azul,
ya siempre,
viaja conmigo.
viaja conmigo.
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