Tu pierna apunta al cielo claro,
al sol que danza detenido.
En cuanto quedas desnuda
te estiras hacia él
como rindiéndole un tributo antiguo,
propiciando tal vez la sonrisa
de algún dios astral del amor.
Tu pierna apunta al cielo
y por ella se derrama la luz.
Te va cubriendo lenta,
cálida, escurridiza.
Te dibuja
y en mis ojos la lengua advierte
tu sal iluminada
la sed de recorrerte
tras el sol.
Así también mi lengua te dibuja
y en la saliva pausada
se multiplican
la luz sobre tu piel
y mi sed.
Entonces,
como un oleaje que crece
de pronto enloquecido
mezclando nubes y espuma
sin medida ni concierto
se desencadena
desde lo más hondo
de tus pliegues clarocuros
tu olor a mar elevándose
decidido,
impregnando mi cara,
mis ojos, mi lengua.
Esa ola imprevisible
de tu cuerpo,
caricia nebulosa
y abrazo tenue,
me conoce, me reconoce
y me conduce
al fondo de tu cuerpo,
al fondo de los fondos
donde todo
en ti y en mí
se vuelve
vaivén
duro y suave
simultáneamente.
Donde el tiempo
es infinito
y la luz humeda
no cesa.
Desde entonces,
donde sea,
como sea
si miro al sol
siempre veo
la gracia de
tu pierna iluminada
señalando y recibiendo
lentamente
hasta la espalda
dos veces
esa cascada
de agua y fuego.
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